El
animero de Barbosa
Víctor
Bustamante
Para Miguel Ángel Ramírez A.
De
verdad que yo lo esperaba cada primero de noviembre cuando pasada la medianoche
escuchaba el lejano tintineo de la campana, y su voz agreste, en medio del
silencio y del viento que movía los árboles del Parque de Abajo cuando pedía,
pausado y letal, esa oración que se volvería su enseña, y que me hacía vivir en
un letargo medieval: “Un padrenuestro por las benditas ánimas del purgatorio”.
Era una súplica, su súplica, que regurgitaba ahí en mi cerebro. No recuerdo
desde cuántos años persistía ese mes al que nunca me atrevía a mirar por la
ventana de mi cuarto, reforzado el terror por las leyendas sobre fantasmas,
duendes y espantos que contaban las personas mayores en las veladas nocturnas.
Antes
de que él pasara veía, desde mi cuarto, las mesas vacías en la acera de la Heladería
Taboga, cerradas sus puertas verde claro, así como las puertas de las casas que
seguían en sus colores: rojo, gris, verde claro, rojo y otro color verde oscuro
allá en la esquina, y era el silencio.
Entonces
me sobrecogía un miedo que me llevaba a permanecer bajo la cobija, como si
todos los espantos fueran a jalarme los pies o a sentarse a un lado de mi cama.
O, más aun, sentir o soñar, no sé, una mujer sentada sobre mí, que más tarde se
revelaría como la experiencia ocurrida a otras personas con una bruja. Pero no,
muchos años siguió pidiendo plegarias con su voz potente en medio del parque o
cada que cruzaba una de esas calles solitarias cuando ya ninguno de los
borrachos del Club o la Gallera repleta de tahúres o del Pielroja que salían a
verlo pasar.
Entonces
Barbosa quedaba solitaria y silenciosa, apenas animada por el viento que venía
desde el norte, que ululaba en las ventanas de mi cuarto y continuaba azotando
los árboles del parque como anunciando que ya sabía a quién matarían este fin
de año, y, que desde el Club, todos los tahúres callaban, porque sabían la
lista de quién sería lo que ellos llamaban el próximo muñeco, es decir, la próxima expresión de un dolor familiar.
Imaginaba
que detrás lo seguía una multitud de ánimas de todos los tiempos antiguos, de
todas las edades, con cascotes y armaduras oxidadas, desde la Colonia, hasta
los asesinados con corte de franela, y que fueron arrojados desde Puente Pulido
durante la Violencia de los partidos. El policía Parra, que destilaba azul de
metileno por sus poros, llevó a Roberto Tejada jalado de la lengua desde La
Punta hasta la Alcaldía y allí se la cortaron. Y aun me imaginaba a los muertos
amados, dolidos, debidos a la banda que elabora su lista, caminar encabezados
por algunas viudas. No sé por qué extraña aceptación aparecía la gitana Lupe
Montes, andaregueando por estas calles que había conocido por la época de
Gaitán, después de morir de pura casualidad, ante el asombro de los gitanos que
nunca pensaron que una de sus mujeres más hermosas moriría en un pueblo, para
ellos, sin nombre, de los muchos que habitaron. Pero también eran seguidos por
las ánimas de los abuelos de mis abuelos y por una abuela de mis abuelos que
fue una bruja que viajaba en una cáscara de huevo durante la noche y alguna vez
la encontraron con la mitad de su rostro quemado al caerse de un árbol, donde
se situaba a desviar a los escasos transeúntes que pasaban el puente rumbo a la
Estación del Ferrocarril, y que aparecerían, unas horas después, perdidos, sin
norte, sentados en las estribaciones del Morro de la Virgen, sin memoria, como
si les hubieran dado la dulce toma y era necesario esperarlos algunos días para
saber que no recordarían ningún lugar donde los llevaron.
Sí,
incluso los muertos actuales deambulaban detrás de él, pidiendo justicia,
cuando él iba a sacarlos del cementerio viejo, donde yacían abandonados, para
que lo acompañaran en sus rogativas. Entonces, no quedaba más remedio que saber
que desde Calle Nueva hasta Los Tres Palos hasta la Estación de Ferrocarril,
desde El Portón hasta la Calle de las Brujas, desde La Variante hasta la cancha
de fútbol, al frente del cementerio nuevo. Desde el Camino Real hasta el Parque
de Abajo, hasta el Cristo, hasta Tacamocho, él debía salir, seguido por esa
multitud de ánimas que se me antojaban vestidas como los muertos: el cordón de
San Antonio atado a su hábito café oscuro, cogulla de misionero, sin rostro,
todas muy calladas, y de las manos, detrás de él mirando las calles y espiando
por los visillos donde hubiera una luz encendida. Era una procesión encabezada
por quien se había hecho una promesa de ir por ellas el resto de sus años, de
sus días, si dejaba de beber y de habitar la zona de exclusión, de las
prostitutas, que venían al final de año para las fiestas en la casa de Octavio
Orlas. Entonces, para festejar diciembre él se preparaba para vivir su vórtice
de amores y esperar el otro año para pagar con esas caminadas las deudas de
amor y el remordimiento.
Desde
las seis de la tarde, Juan se preparaba para entrar al cementerio viejo donde
acostumbraba ir por ellas, por las ánimas. Llegaba a la puerta oxidada por las
lluvias y las manos de los deudos, pasaba a un lado, junto a la puerta siempre
cerrada, para evitar que los toros vagabundos se comieran las hierbas de las
tumbas. Simple, daba un giro a la entrada por la puerta pequeña y de una subía
el camino empedrado. Ya sabía que en la parte alta, en la mitad, junto a las
tumbas pequeñas con los osarios, desgranaba la camándula para terminar el
rosario que había comenzado desde la entrada. Subía por la galería de las
tumbas más viejas donde leía, sobre una lápida, Nazario Hernández, sembrado
allí desde hacía siglos; nombre que nunca olvidaría. En esa galería a muchos
ataúdes se les había caído la tapa y se veían los esqueletos abandonados, sin
deudos. Después, daba un rodeo a las
cinco cuadras de terreno para atraerlas, y luego, en mitad del cementerio,
junto al pino sagrado, colocarse su capa de color negro, una ruana, para el
frío y un manto alrededor de la cara, -como las anteojeras que les colocan a
los caballos-. Ya con su sombrero de caña y con su campana las convocaba en ese
instante cenital.
Nunca
durante los años en que las condujo, de promesa en procesión, faltó alguno de
los lugares por visitar y nadie dejó de escucharlo cuando salía por las calles,
acompañado por el lúgubre ruido de la campana que persiste y persistirá en mí
memoria. Cuando entraba al camposanto, Juan le había advertido al sepulturero,
que si persistía en robar a los muertos sus dientes de oro y, a los ataúdes,
las manijas de metal, y no partían lo encontrado, por partes iguales, lo
denunciaría, ya que desde que lo sorprendía husmeando por las diversas
galerías, indagando sobre ilustres personajes que hubieran sido enterrados,
antes de la Violencia, para él encontrar el supuesto tesoro que los acompañaba.
A
Juan no le quedaba más que hacerse el de la vista gorda, y mirar a su regreso
las tumbas vueltas un muladar y al sepulturero, hundido en una de ellas,
embriagado con el vino de consagrar que le robaba al párroco y con las colillas
de cigarrillo fino, Kent, y, apurando por dejar el terreno como si no hubiera
pasado por sobre él ni las pezuñas del diablo en muchos siglos.
-Buenos
días Juan -le decía el sepulturero, limpiando una barra oxidada y una pala
pequeña. -¿Trajo todas las ánimas? Hay que contarlas antes del amanecer porque
de pronto se quedan deambulando por las calles, y se reía mientras se rascaba
la cabeza. Cansado, a Juan no le molestaban las bromas y persistía hasta dar la
última vuelta por el camposanto para irse. Adormilado y con la garganta seca no
le respondía. Algo los articulaba: los muertos, uno los enterraba, y el otro
salía a pasearlos cada año.
Juan
llegaba estragado a su casa, cerca al Matadero, en la madrugada. Allí encontraba a su mujer, la negra Teresa
peinándose frente a un espejo de mano, sentada en una silla de fibras de hule,
envuelta en una nube de humo de cigarrillo y escuchando música en un
transistor.
-Cuidado
trajo otra vez un maleficio -le decía desde su carácter lejano. -No deberías
ser tan cabeciduro y cobrarle cesantías a la parroquia: veinte años son mucho
para seguir en este oficio que no da cinco centavos y si te mantiene esa cara
de muerto de hambre.
Juan,
sin prestar atención, se tiraba a una cama desordenada e intentaba dormir. A
veces despertaba sobresaltado por los lloriqueos de tres niños desnudos.
Juan
Galeano había reemplazado a Chimbito
Cañas, el anterior animero, que vivía en Vallecito. Su oficio consistía en
vender cerdos al Matadero municipal. Para su labor iba de casa en casa, y en
algunas fincas, también se aprovisionaba de estos animales. Una vez, caminaba
con diez cerdos desde la Cañada del Niño, detrás del cementerio, y en plena
oscuridad de la mañana, vio tres sombras parapetadas en la esquina. Pensó,
están esperando para robar y matarme. Le prometió a las ánimas que si no le
pasaba nada les rezaría cada noviembre, mientras con un bordoncito de madera
guiaba los animales. Se sintió acompañado por algunas personas; no eran tres ni
cuatro; era una multitud que conversaba a sus oídos. Lo cierto es que los tipos
lo dejaron pasar. Me jodí, se dijo, cuando pisaba las goteras del parque
principal aun a oscuras.
Chimbito
frecuentaba, con su guitarra, los bares de La Punta con mujeres alegres, para
cantar algunos tangos y escuchar como declamaban el poeta José Dolores, el
fotógrafo Jesús Cañas, Juvenal Escobar y el pianista Longas. Luego, terminó
sembrando hortalizas en su parcela detrás del Morro de la Virgen. Pero fue más
tarde cuando la zona había sido situada, en La Variante, lejos del Cristo, que
el padre Arias había erigido. Cuando estrenaron la casa de Octavio Orlas, con
cuatro pupilas traídas en auto expreso de Guayaquil, donde Chimbito, cansado de
lidiar con las ánimas y con su guitarra, se emborrachaba con Juan a quien, en
pago de su amistad, le regaló su oficio: la campanilla y una camándula
italiana.
-Promesa
es promesa -le dijo a Juan quien aún no recordaba que había aceptado reemplazar,
y que para Juan su palabra de hombre era sagrada. Como a Juan le gustaba más el trago y las
mujeres que ninguna otra cosa en la vida, no escuchó los consejos de cómo
tratar a las ánimas en ese mundo alucinado que deliraba como si se tratara de
personas en carne y hueso, y no, la fantasía de sus rezos y el licor.
Juan
no le prestaba atención a nada, menos al libro de pasta gruesa con cuentas que
casi se deshacía con los dedos que este le entregó, y que contenía fórmulas
secretas para cerrar el cuerpo a los asesinos y, además, imposibles filtros de
amor. Cuando lo visitó en su finca, mientras Chimbito explicaba, y ordenaba a
su sucesor, enseñándole trucos para lidiar con los espíritus e invocarlos antes
de salir del camposanto, Juan fijo en las ventanas, no reparaba en las láminas
con santos del cuarto de maleficios de su antecesor, como después lo llamaría.
-Ese
tipo está loco -me contaría mucho después-. Su casa tenía puertas disimuladas
en cada cuarto, en los pasillos; de tal manera que cuando entraba no sabía cuál
de todas abrir, es decir, al abrirlas, no había una forma de salir sino una
pared. Según, ese maestro, era para confundir a las ánimas si iban a buscarlo,
algunas furiosas, porque no las dejaba dormir en paz. Pero lo único que lograba
era quedarse a dormir en el piso del zaguán, al no encontrar la puerta
verdadera.
Yo
veía a Juan caminando solo, con un trapo rojo, un dulce abrigo, en el bolsillo
trasero de su jean, una boina y su mirada de nervios, cuando subía a uno de los
buses para lavarlo, para brillarlo, alrededor del parque, en la esquina de
Rendón; pendiente de que las luces y los avisos y la pintura perduraran.
Utilizaba una pomada que secaba rápido, y cuando calculaba el tiempo, comenzaba
a quitar esa Simoniz que dejaba la imagen de los buses momentáneamente sin
brillo, opacos. Juan era atlético. También lo veía cargar bultos pesados de
café desde la madrugaba a las jaulas, o los camiones de escalera, cuando
acompañaba a mi padre para las trilladoras de Medellín.
Muchas
veces intenté hablar en voz alta de su otra ocupación en noviembre, pero pasaba
de largo. Nunca me permitió una palabra o un gesto de aproximación para que me
contara el porqué de su decisión de pasear seres fantásticos.
En
esas noches de miedo, después de ver una película mexicana de vampiros, sin
poder dormir, ubicaba mi idea del purgatorio como una especie de reloj de arena
enorme donde quedaban suspendidas, en la parte estrecha, las almas que caían al
infierno y que por las plegarias atendidas, se les revertiría su condena. Nunca
pensé en cómo eran en sí las ánimas, pero ahora sé que el miedo era debido a
que creía en ese aparato religioso de terror.
Juan,
en días de fiesta, era otro, lejos de su oficio de lavador de carros o de
bulteador, y de su faena de pasear las ánimas cada noviembre. En estos días no
trabajaba. Aparecía bien trajeado, soberbio y serio hasta los primeros días de
diciembre, ya envuelto en las fiestas de final de año. Era como si en este mes
sombrío, lluvioso y lleno de niebla fuera una manera de lograr una promesa a su
remordimiento.
Sí,
lo veía montado en el auto de Gitano, el mecánico que pocas veces salía por el
parque, porque su taller de carros destartalados era nada menos que cerca de la
bomba de gasolina, junto a la calle de los prostíbulos, la Variante. Gitano
calzaba en su cabeza una boina ladeada de color negro untada de grasa. Su mono
de color caqui oscuro también permanecía manchado de aceite, así como sus
manos, menos las llaves inglesas refulgentes y los destornilladores que llevaba
en todos los bolsillos. Gitano cada año arreglaba la camioneta Ford oxidada del
49, le colocaba un motor prestado de los otros autos que reparaba, montaba en
la parte trasera algunos bidones de gasolina con cadenetas de papel de colores,
así como globos de fiesta, y un tocadiscos de pilas despidiendo música
parrandera a todo volumen. Salía con Juan a hacer ruido y a celebrar, por todas
las calles atiborradas de novenas y de villancicos, y a destemplar la
tranquilidad de final de año y cantar, ambos borrachos, hasta que terminaban en
la madrugada en la casa de Trina o de Octavio Orlas, que ya tenía su cabello
blanco, enfundados en la guía del licor de las mujeres alegres, las putas
llegadas de Medellín.
Entonces,
ahí pasaba la actitud mística de Juan, él solo esperando cada año para no
romper su promesa mientras los curas con su sotanas negras, como santos
confortables dormían su sueño celestial en la casa cural. Me decía, Juan es más
santo y más austero que cualquiera de ellos, Juan es una persona grande y sabia
que reza durante esas noches multitud de padrenuestros.
Juan
en un toque de sabiduría egipcia le daba una palmada al trasero de mármol del
ángel que, con un dedo en los labios, pedía silencio sobre una tumba al lado
derecho del camino empedrado. Además poseía unos nervios heráldicos y de
hierro. Ya que no le temía a nada. Era obsesivo en ese mes de noviembre con su
transitar por las noches hasta cuando el silencio de las horas le daba esa
frescura de ser el monarca de esas calles solitarias. Sí, a las doce de la
noche era extraño encontrarse con alguien, por temor a que alguna de las ánimas
familiares entrara a sus casas. Una noche de noviembre, de ese noviembre
esperado, observó una anciana que sin querer intentaba encontrarse con él: ella
bajaba por la Calle de las brujas hacia el Cristo, cuando coincidieron. Ella
tocó en la puerta de una casa de puertas que alguna vez fueron rojas, y cuando
otra mujer le abrió, ella le pidió fuego para encender una vela, cuando la
mujer le dio candela cayó en cuenta que la extraña le extendía un hueso largo y
nos miró a los dos y se desmayó. Sentí que caía detrás de la puerta. Juro que
al acercarme, en un parpadeo, desapareció. Sé que fue algo real, pero de una
vez entré y acomodé a la mujer en su cama y proseguí mi camino nada menos que
pidiendo padrenuestros como siempre los pediría a través de mi vida, porque
esto se convierte en un vicio, en una necesidad de caminar durante las noches,
de ir de calle en calle tocando una campanilla y pidiendo por la eternidad de
cada uno de nosotros.
Esa
semana tenía que estudiar para habilitar matemáticas. Había tenido todo el año
para hacerlo, pero como somos obedientes a la pereza, terminé dejándolo para lo
último. En pleno patio del colegio el rector, seguido por el aroma de tabaco
holandés de su pipa, leyó quienes debíamos materias, y que de no presentarlas
perderíamos el año; había que ganar a como diera lugar. Llegué a pensar que ese
dato se había extraviado entre los folios y libros de la secretaría, como
cuando uno en casa nunca encuentra algo, pero no, ahí está el rector leyendo en
pleno patio quienes debemos materias. Y ahora sí aquí estamos en el tercer piso
de casa, con Miguel, que está en tercero y debe ganar no solo matemáticas sino
otras tres materias, y es que me veo, nos vemos a plenas once de la noche
tomando tinto para aprovechar esta semana y nada que abríamos los cuadernos
sino que hablamos del Medellín y de la Selección Barbosa y de que diciembre ya
llegaba.
Aunque
mis padres siempre insistían en lo del estudio como su mayor aporte, no creía
en ello. Es más, me gustaba ser libre. Estar sentado en las bancas del parque
con Miguel y Omar y Nevardo y Héctor, quedarnos toda una noche conversando
sobre algún equipo de fútbol, sobre cine, y por supuesto, los chistes que no
podían faltar; y además los chismes como una de las más bellas artes.
Suficiente, les advertí sobre mis experiencias nada menos con el mundo del más
allá, con la reunión secreta en casa de las Gamboa y otras mujeres mayores
donde consultamos la tabla ouija. Luego de invocar cada uno a sus espíritus, y
que la copa de aguardiente bocabajo flotara sobre el vidrio del cuadro,
buscando el alfabeto y los números del uno al diez, y después el espíritu contestando
que sí que sí o que no. Y todos tan satisfechos contando qué respuesta había
obtenido y quedarnos boquiabiertos. Una de las Gamboa preguntó si se iba a
casar con Gallego y el espíritu de su padre le dijo que no. La otra la Delgado
preguntó si iba a dejar de beber su marido y le dijo que no. Ahí fue cuando
cayó en cuenta que hacía muchos años permanecía colgado en la pared e
interrumpimos la preguntadera porque el miedo nos sacó del orden de la
consulta. Esa noche no dormí, sentía que los espíritus venían a preguntarme
cualquier tontería. Y sé que la pasé rezando y rezando hasta que me perdí en la
bruma de los sueños.
Entonces,
a pesar de haber colocado sobre mi escritorio un vaso con agua para que las ánimas
calmaran su sed, apareció el ventarrón de noviembre moviendo los cables,
azotando los árboles, crujiendo las ventanas y soplando sus agüeros, porque ahí
aparecía el animero con su plegaria.
Esa
primera vez no quise mirarlo; se me antojaba que detrás iban las ánimas y que
al mirarlas como él, si miraba atrás, yo también quedaría sobre el piso
petrificado para siempre.
En
esa noche, esas noches, todo era como una retahíla de presagios hasta cuando él
cruzó el parque. Primero con su voz nítida y bella sobre la noche y la campana
que él castañeteaba hasta que la voz, su voz, se convirtió en un hilo delgado y
seco más allá de la Calle del hospital, más allá del Callejón y más allá de
esta misma calle del Mutuo Auxilio siempre cerrado, lleno de ataúdes, y oloroso
a humo de velas recién apagadas, a flores secas, a incienso desolado como si la
muerte estuviera construida para que la presintiéramos en todo momento, desde
todas las calles.
Esa
noche, después de escuchar al animero, Miguel realizó algunos ejercicios de no
sé qué materia, porque debía muchas, y además tampoco le entraban las
matemáticas como a mí.
Sí,
el recordó: la otra vez conversábamos en Taboga con algunos amigos, entre ellos
Luis Eduardo el profesor, Cartucho y unas profesoras, y ellas insistían que en
la Escuela de Niñas había un entierro y que no sé qué espantos. Sin contar con
las maestras, ellos cuadraron el fin de semana para atisbar una lucecita que
pasaba por el patio de la escuela y subía hasta el límite de la Escuela Urbana
de Varones. Allí una vez la esperó el celador y al otro día lo encontraron
clavado en el piso, decía don Luis, además las mujeres son muy gritonas y
además tenemos que ir un número impar de personas, porque de lo contrario el
espanto se esconde, y adiós entierro.
Pero
bueno, al fin de semana vieron a don Luis subir con otro profesor, don César, y
el teniente de la policía a las once de la noche hacia la escuela. A ellos se
les adelantaron Cartucho y Julio que llevaron sábanas blancas y se entraron a
la escuela por la parte trasera, cerca al Portón. Ya instalados esperaron a los
buscadores de tesoros. Y en efecto, cuando entraron, ya Cartucho y su amigo
esperaban resguardados en el baño de las mujeres. Cartucho se cubrió de pies a
cabeza con una sábana blanca como los fantasmas de las películas, y Julio,
también se atavió con otra sábana blanca y se agachó, colocando sus manos en la
cintura de Cartucho, guiándolo hacia ellos, Parecían la figura mitológica de un
centauro. Iban despacio cuando don Luis iluminó con su linterna temblorosa al
fantasma de sábanas blancas, César comenzó a pedir en nombre de Dios, qué
necesitaba para el descanso eterno y rezaba oraciones, mientras se santiguaba.
Entonces el comandante de policía apuntó su carabina y gritó, ¡si no se te
detiene disparo!, pero el espanto siguió caminando hacia ellos, abriendo las
manos para intentar quitarse la sábana, pero Cartucho, empujado por Julio que
no veía, ni escuchaba sino que lo seguía empujando. Como el espanto se venía
encima de ellos y gesticulaba para que Julio se detuviera, ellos salieron
corriendo hacia la calle, no sin antes, don Luis arrojarle la linterna al
espanto, César la camándula, la media de aguardiente con agua bendita y el
misal, y el policía ver que de miedo se le había atrancado la carabina.
-¡No
vez que casi me matan!- dijo Cartucho limpiándose su pómulo con la sábana
debido al linternazo y ¿dónde hubiera disparado el teniente? No, no sé nada, no
escuché nada -dijo Julio, cuando se devolvían apurados y muertos de risa para
subir la tapia que da hacia el Portón.
Y
en esa noche que era pausa, que era como la libertad la pasamos conversando y
Miguel que a todo le encuentra chistes y cosas de esas, y era la risa, sí, la
risa menos el estudio.
El
resto de la madrugaba fue mirar al parque con la siniestra y perversa manera de
saber que si no ganábamos la materia de una vez a repetir el año y esa era la
catástrofe. Pero mientras los rictus de la catástrofe venían, el sueño nos
venció entre tintos y tintos y entre los cigarros que Miguel fumaba alardeando
de estar en el tercer grado de bachillerato.
Por
supuesto, a la otra noche también decidimos preparar el momento del estudio.
Miguel llegó a casa con todos los cuadernos posibles, mientras yo preparaba el
escritorio y colocaba a calentar en la estufa la cantidad de café más
suficiente del mundo como si fuera para Balzac, que necesitaba tomarlo para no
dormir, y así escribir para que su espíritu quedara tranquilo. Apenas
necesitábamos ese resto de semana para repasar y retomar las anotaciones. Miguel,
un poco pesimista, elaboraba cálculos de los temas que pondrían los profesores,
con letra pequeña elaborada los pasteles para sacarlos en plena habilitación,
pero al escondido, y yo, por supuesto, lo imitaba, pero no con esa letra suya
tan elaborada. Él, un poco asustado, preveía que si perdía el año, la pela que
le darían y de pronto lo enviaban a estudiar a la Normal de Caramanta y él no
quería irse para ese pueblo tan lejos y de nombre extraño.
Miguel
empezó a contar chistes porque para eso era el rey, y dele a reírnos en voz
baja porque en casa todos dormían y era esa risa que perdura entre los ojos
llorosos y la noche que persistía en este noviembre de responsabilidades. Los
chistes verdes tienen su gracia por el doble sentido. Y la risa continuaba, así
como casos cotidianos entre el tinto y los cigarrillos de Miguel, hasta que las
campanadas nos volvían a recordar que debíamos retomar los cuadernos que
tampoco habíamos abierto sino para escribir los pequeños pásteles o notas
nemotécnicas.
Entonces,
a Miguel se le habían acabado los cigarrillos que fumaba al escondido; nos
decidimos ir al club a comprar un paquete para pasar la noche y seguir lo
considerado nuestro estudio, la recuperación de las materias.
Con
sigilo, para no despertar a nadie, salimos por la puerta de atrás, bajamos los
tres pisos y pasamos el largo corredor. Al cerrar la reja de hierro nos
sentimos libres. Soplaba un viento de silencio y cosas de esas que aparecen en
esas soledades de fachadas cerradas cuando no se ve una sola persona en la
calle. Cruzamos la plaza, dejando atrás la estatua gris del Libertador. No
había nada ni nadie en algún lugar de la plaza, menos en la esquina de los
Echavarría por lo cual seguimos hasta el club, pero el club también seguía
cerrado lo mismo que el Pielroja y Tango bar. Pero sí había alguien en el
Pielroja, cuyas puertas permanecían entreabiertas. Colorado se entre dormía
detrás del mostrador mientras un par de borrachos intentaban jugar billar.
Miguel se hizo a su paquete y a sus fósforos. Además el tiró un trago de
aguardiente al piso en honor a las ánimas y era muerto de la risa. Yo no quería
ir hasta la otra esquina en dirección al Cristo: tenía pavor de caminar por la
Calle de las brujas.
Entonces
fue que desde no sé qué dirección escuchamos el frágil campaneo, la voz grave
del animero, y henos aquí en plena noche encerrados en nuestro pavor. Miguel
dice, todo eso es mentiras ni por el putas uno regresa después de muerto,
fresco no le hagas caso a eso y volvió a contar uno de los chistes de pastusos
y fue el momentáneo olvido.
Esa
era la noche de las calles: los signos de la muerte ahí tan presentes. La
entrada triunfal del animero venía desde las calles desoladas antes del Cristo,
más allá de la Cañada del niño; calles polvorientas llenas de pedruscos. Fue
entonces que creí, creímos ver la figura sin sombra, mítica, como venida desde
el otro mundo, como si en ese deambular por las calles vacías fuera posible que
alguien le ayudara a superar sus tribulaciones, cuando no dejaba de ser un acto
fallido, porque a esta hora, ni a ninguna hora no habría una alma solitaria que
lo acompañara, sino una voz, solo la suya, o una persona interesada en verlo,
salvo nosotros, que lo espiábamos, y que no creíamos en esas supercherías y que
en nada le podríamos ayudar para lo que él pedía, ya que la voz del viento se
llevaba sus plegarias inútiles.
Di,
dimos un vistazo, pero detrás no venía absolutamente nadie. A lo mejor no
estábamos preparados para detectar la presencia de las ánimas debido a su
invisibilidad. Eso sí a cada paso que él daba corríamos unos veinte.
-San
Agustín dice que en la punta de un alfiler caben todas las ánimas -dijo Miguel,
y esas palabras me pusieron a pensar. No podía entender si en la punta de una
aguja apenas cabría un grano de arena. Esas palabras aún resuenan en mí como
una coartada; es más, como un.
Entornes
fue que Miguel comenzó con otro chiste: la necesidad de inventar unas gafas
para mirar espíritus y todo eso, y a las ánimas, que debían venir detrás del
animero. Unas caminaban muy despacio debido a la edad, otras rápido porque
tenían sueño, otras de mujeres que no querían que nadie las reconocería
ancianas (no sabía si allá uno envejece o no) y además veía las más pequeñas,
muy cofundadas de percibir las otras calles de un pueblo que ya era tan
distinto de lo que ellos habían vivido. Como ver a la gitana sin saber que la
calle del Cristo desapareció y nos daba una risa y era que ya íbamos a dos
cuadras de la Calle de las brujas hacia el Camino real.
Habíamos
dejado atrás la fachada con puertas de madera de color naranja de la casa del
joyero y del relojero don Octavio Sossa con las guacamayas dormidas en el
perchero, y era que la caminada del animero nos empujaba otras cuadras más
allá, pero por más que le dijera a Miguel que pusiera cuidado porque yo no veía
las ánimas, sino el paisaje desolado y triste, y un señor caminando hacia
nosotros, sonando la campanilla y sus pasos que rasgan la mitad de la calle.-Échale
ojo por si ves a mi papito con las muletas que de pronto me sorprende y me da
unos fuetazos, pero yo no veía a nadie.
Caminamos
hacia arriba, otra cuadra, cuando la figura del animero era pequeña detrás de
la esquina de lo que fue el kínder. Y en esa esquina nos guarecemos lejos del
repique de la campanilla y de sus plegarías.Y
me sobrecogía como un miedo ante la venida de esas ánimas que ya se habían
olvidado, pues nadie contaba porqué habían matado a Guillermo Sierra y lo
arrojaron a la Pelton de la electrificadora. Y era que mientras la rueda giraba
y había vuelto trizas su cuerpo, la luz iba y venía con sus tropiezos,
parpadeando en todo el parque, en todas las casas. Y era una luz como roja,
como teñida de su sangre, pues ellas, las ánimas, sabían todos los secretos del
pasado y del futuro.
-Creo
que vi algo muy raro -dijo Miguel con tono muy serio-. Creo que detrás del
animero vienen todos los muertos del pueblo. Lo que ocurre, creo, es que uno
solo ve los familiares.
Por
más que mirara solo veía al tipo aproximarse a nosotros rezando sin importarle
nada, seguido por el fiel y lúgubre tintineo de la campanilla.Nos
fuimos a las gradas del atrio de la capilla. Él comenzó a inventar cábalas y
presagios e historias de espantos, que ahí en la capilla salía un cura sin
cabeza a dar su misa y todas esas cosas que son temibles a plena noche cuando
la noche está alta y oscura. Y además que por aquí caminaba José María Córdoba,
cuando salía de su casa, sin camisa y con los pantalones blancos de héroe como
los vistos en los cuadros. Una vez que se enloqueció al caerse de un caballo
por Yarumito, y que cuando el médico fue a examinarlo él le pedía mujeres y
mujeres y no me aguataba de la risa por las cosas de Miguel, y además decía que
por esta Calle del Medio bajaba la chusma desde el Camino Real.
Creo
que con las ánimas también viene el general Córdoba porque como él vivió por
aquí hay algo de él, creo que es el que va detrás del animero, mira, míralo.
Ya
me estaba cabreando, pues no sospechaba que Miguel creyera en esas cosas, en
los muertos. Él que era tan incrédulo y que con un brochazo de su risa ocultaba
todo, desbarataba el proverbio más sublime. Hasta que fuimos por el granero
Perro Blanco a tocar la puerta a don Jesús Ochoa que había recogido al loco
místico del costal, y que no le pedía nada a nadie y que cuando se arrimaba a
solicitar algo, a nadie miraba a los ojos como si uno lo fuera a hechizar. Eso
sí fumaba y fumaba todo el día, a toda hora, siempre mirando al suelo Sí ahí
dormía en ese granero de puertas rojas don Jesús y el místico de ojos hermosos.
Entonces le decíamos: perro blanco, perro blanco, para despertarlo, y que
saliera detrás de nosotros con una correa como en el día, pero no, ahora era la
noche -y bien de noche-. Nos escondimos detrás del guayacán morado frente al
asilo. Ahí esperamos que llegara el animero, que pasara, que fuera más allá del
parque, dejando que su voz se perdiera hasta que la noche fuera un silencio,
susurro del viento y cosas de esas que trae la desesperanza.
Entonces
fue que vi a Miguel santiguarse y decir, espera un momento y se arrodilló,
colocando su frente contra el árbol, y comenzó a rezar algunos padrenuestros.
Yo no sabía la realidad de ese cambio hasta que él como adivinándome el
pensamiento me dijo, se me acaba de ocurrir algo, si rezamos las ánimas nos
ayudan a ganar el año. Lo aseveró con tal seriedad que no tuve más que creerle
e iniciar su ceremonia. Y mientras él murmuraba las oraciones yo lo seguía ahí,
sí, junto al guayacán mientras el animero pasaba casi junto a nosotros en su
seriedad mística y nosotros rezábamos y rezábamos hasta que se perdió su plegaria
mucho más allá de la Plaza de Abajo.
-Como
les pedimos en el mismo instante que pasaba con ellas. Creo que nada puede ser
más práctico -dijo Miguel. Así estudiamos lo justo, ellas nos iluminarán.
Con
esta secreta metodología para ganar exámenes, ya de represo a casa, encontramos
dos músicos borrachos con sus guitarras que subían por la Calle del comercio
aquí en mitad de esa cuadra junto al almacén de doña Catalina y ni nos
saludaron pero sé que uno de ellos era Tabares y el otro Peralta. Pues bien,
bajamos al parque en completo silencio, apurados porque Miguel ya llevada sus
cigarrillos y porque ya amanecía.
No
abrí, ni abrimos ningún cuaderno de matemáticas, y las hojas para los
ejercicios quedaron desparramadas con algunas anotaciones sobre el escritorio.
En la mañana Miguel se había marchado. Me levanté tarde y madre apurándome para
que me bañara, para que desayunara no sé en cuantos minutos y de una aquí estoy
en el colegio, en la esquina de la Plaza de Arriba mirando el examen y mirando
no sé qué porque no recuerdo nada.
Como
su mujer se veía furiosa por que Juan no le daba un simple abrazo, mientras
este dormía luego de caminar y caminar por el pueblo, recogió la campana debajo
la cama y la guardó en una cartera de hule y salió a empeñarla.
-Necesito
quinientos pesos.
El
prendero, Humberto, reparó en el metal, pura aleación mala de bronce.
-Cien
pesos le dijo y le extendió la boleta con la fecha de los intereses. Una
campana no sirve para nada -señaló sin mirarla a los ojos.
Ya
en la tarde lo agasajó con una buena cena y le dijo que amanecería donde su
madre. Juan la vio salir con los tres hijos sonámbulos y dormitó otro buen
rato, hasta que se sobresaltó a las once de la noche. Debía apurarse, preparó
un tinto caliente para despistar el sueño, calzó sus botas negras de caucho.
Cuando cayó en cuenta que en ningún lugar aparecía la campana. Hizo un
recorrido por los lugares que había caminado en su propia casa. Sabía con
certeza que siempre la colocaba en el suelo, ahí justo junto a la mesa de
noche. Abrió cajones, abrió el escaparate y a pesar de desordenar los
entrepaños y otros cajones no la encontró. Se vio desconcertado en veinte años
no le había ocurrido ese descuido. Volvió a mirar los lugares donde había
estado, fue al retrete, a la cocina pero no la encontró. Pensó ir al único
lugar donde podían prestarle una, pero, no creía en los curas. Esa noche salió
desconcertado, y caminó con el mismo empeño, pero sabía que el sonido de la
campana, cencerro espiritual, era necesario. Esa noche muchos se desvelaron no
podían concluir el sueño pensando que ocurriría una muerte. Lo sintieron
caminar en completo silencio por ambos parques, por la Variante. Era como si
pasara un ser fantasmal que no existía más que en el pavor de cada noche. Esa
noche Juan se sintió como un ser fracasado.
No
sé cómo aprobé esa materia y pasé al otro año, por qué no sé absolutamente nada
de matemáticas, Estoy seguro que el profesor me ha ayudado y en casa piensan
que me he esforzado mucho.
Desde
el tercer piso de casa solo escucho la misma música que suena en la cantina de
Pedro Luis: “Los sabanales” como preludio para diciembre. Entonces, esa música
de acordeón y guacharacas suena y suena a toda hora en todo este mes hasta los
primeros vientos de enero.
Miguel
no ha vuelto. No sé qué le ha pasado porque siempre nos encontramos en una de
las bancas alrededor del parque donde Bolívar se oxida con el tiempo y con la
historia. A lo mejor nada de vacaciones, pero extrañábamos sus chistes y su
manera de contarlos, y la explosión de la risa que comienza cuando los termina.
Miguel
se dejó ver cualquier noche de finales de diciembre, apareció en una de las
bancas, fumaba cigarrillo con filtro y estaba, alegre.
-
¿Cómo te fue? -preguntó.
-Pasé.
-No
me ayudaron las ánimas -dijo y siguió aspirado el cigarrillo y mirando hacia la
luz blanca del kiosco.
(Del
libro, Cuentos del Parque de Barbosa de Víctor Bustamante)
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