jueves, 1 de noviembre de 2012

El animero de Barbosa



El animero de Barbosa

Víctor Bustamante

                                                                      Para Miguel Ángel Ramírez A.


De verdad que yo lo esperaba cada primero de noviembre cuando pasada la medianoche escuchaba el lejano tintineo de la campana, y su voz agreste, en medio del silencio y del viento que movía los árboles del Parque de Abajo cuando pedía, pausado y letal, esa oración que se volvería su enseña, y que me hacía vivir en un letargo medieval: “Un padrenuestro por las benditas ánimas del purgatorio”. Era una súplica, su súplica, que regurgitaba ahí en mi cerebro. No recuerdo desde cuántos años persistía ese mes al que nunca me atrevía a mirar por la ventana de mi cuarto, reforzado el terror por las leyendas sobre fantasmas, duendes y espantos que contaban las personas mayores en las veladas nocturnas.

Antes de que él pasara veía, desde mi cuarto, las mesas vacías en la acera de la Heladería Taboga, cerradas sus puertas verde claro, así como las puertas de las casas que seguían en sus colores: rojo, gris, verde claro, rojo y otro color verde oscuro allá en la esquina, y era el silencio.

Entonces me sobrecogía un miedo que me llevaba a permanecer bajo la cobija, como si todos los espantos fueran a jalarme los pies o a sentarse a un lado de mi cama. O, más aun, sentir o soñar, no sé, una mujer sentada sobre mí, que más tarde se revelaría como la experiencia ocurrida a otras personas con una bruja. Pero no, muchos años siguió pidiendo plegarias con su voz potente en medio del parque o cada que cruzaba una de esas calles solitarias cuando ya ninguno de los borrachos del Club o la Gallera repleta de tahúres o del Pielroja que salían a verlo pasar.

Entonces Barbosa quedaba solitaria y silenciosa, apenas animada por el viento que venía desde el norte, que ululaba en las ventanas de mi cuarto y continuaba azotando los árboles del parque como anunciando que ya sabía a quién matarían este fin de año, y, que desde el Club, todos los tahúres callaban, porque sabían la lista de quién sería lo que ellos llamaban el próximo muñeco, es decir, la próxima expresión de un dolor familiar.

Imaginaba que detrás lo seguía una multitud de ánimas de todos los tiempos antiguos, de todas las edades, con cascotes y armaduras oxidadas, desde la Colonia, hasta los asesinados con corte de franela, y que fueron arrojados desde Puente Pulido durante la Violencia de los partidos. El policía Parra, que destilaba azul de metileno por sus poros, llevó a Roberto Tejada jalado de la lengua desde La Punta hasta la Alcaldía y allí se la cortaron. Y aun me imaginaba a los muertos amados, dolidos, debidos a la banda que elabora su lista, caminar encabezados por algunas viudas. No sé por qué extraña aceptación aparecía la gitana Lupe Montes, andaregueando por estas calles que había conocido por la época de Gaitán, después de morir de pura casualidad, ante el asombro de los gitanos que nunca pensaron que una de sus mujeres más hermosas moriría en un pueblo, para ellos, sin nombre, de los muchos que habitaron. Pero también eran seguidos por las ánimas de los abuelos de mis abuelos y por una abuela de mis abuelos que fue una bruja que viajaba en una cáscara de huevo durante la noche y alguna vez la encontraron con la mitad de su rostro quemado al caerse de un árbol, donde se situaba a desviar a los escasos transeúntes que pasaban el puente rumbo a la Estación del Ferrocarril, y que aparecerían, unas horas después, perdidos, sin norte, sentados en las estribaciones del Morro de la Virgen, sin memoria, como si les hubieran dado la dulce toma y era necesario esperarlos algunos días para saber que no recordarían ningún lugar donde los llevaron.

Sí, incluso los muertos actuales deambulaban detrás de él, pidiendo justicia, cuando él iba a sacarlos del cementerio viejo, donde yacían abandonados, para que lo acompañaran en sus rogativas. Entonces, no quedaba más remedio que saber que desde Calle Nueva hasta Los Tres Palos hasta la Estación de Ferrocarril, desde El Portón hasta la Calle de las Brujas, desde La Variante hasta la cancha de fútbol, al frente del cementerio nuevo. Desde el Camino Real hasta el Parque de Abajo, hasta el Cristo, hasta Tacamocho, él debía salir, seguido por esa multitud de ánimas que se me antojaban vestidas como los muertos: el cordón de San Antonio atado a su hábito café oscuro, cogulla de misionero, sin rostro, todas muy calladas, y de las manos, detrás de él mirando las calles y espiando por los visillos donde hubiera una luz encendida. Era una procesión encabezada por quien se había hecho una promesa de ir por ellas el resto de sus años, de sus días, si dejaba de beber y de habitar la zona de exclusión, de las prostitutas, que venían al final de año para las fiestas en la casa de Octavio Orlas. Entonces, para festejar diciembre él se preparaba para vivir su vórtice de amores y esperar el otro año para pagar con esas caminadas las deudas de amor y el remordimiento.

Desde las seis de la tarde, Juan se preparaba para entrar al cementerio viejo donde acostumbraba ir por ellas, por las ánimas. Llegaba a la puerta oxidada por las lluvias y las manos de los deudos, pasaba a un lado, junto a la puerta siempre cerrada, para evitar que los toros vagabundos se comieran las hierbas de las tumbas. Simple, daba un giro a la entrada por la puerta pequeña y de una subía el camino empedrado. Ya sabía que en la parte alta, en la mitad, junto a las tumbas pequeñas con los osarios, desgranaba la camándula para terminar el rosario que había comenzado desde la entrada. Subía por la galería de las tumbas más viejas donde leía, sobre una lápida, Nazario Hernández, sembrado allí desde hacía siglos; nombre que nunca olvidaría. En esa galería a muchos ataúdes se les había caído la tapa y se veían los esqueletos abandonados, sin deudos.  Después, daba un rodeo a las cinco cuadras de terreno para atraerlas, y luego, en mitad del cementerio, junto al pino sagrado, colocarse su capa de color negro, una ruana, para el frío y un manto alrededor de la cara, -como las anteojeras que les colocan a los caballos-. Ya con su sombrero de caña y con su campana las convocaba en ese instante cenital.

Nunca durante los años en que las condujo, de promesa en procesión, faltó alguno de los lugares por visitar y nadie dejó de escucharlo cuando salía por las calles, acompañado por el lúgubre ruido de la campana que persiste y persistirá en mí memoria. Cuando entraba al camposanto, Juan le había advertido al sepulturero, que si persistía en robar a los muertos sus dientes de oro y, a los ataúdes, las manijas de metal, y no partían lo encontrado, por partes iguales, lo denunciaría, ya que desde que lo sorprendía husmeando por las diversas galerías, indagando sobre ilustres personajes que hubieran sido enterrados, antes de la Violencia, para él encontrar el supuesto tesoro que los acompañaba.

A Juan no le quedaba más que hacerse el de la vista gorda, y mirar a su regreso las tumbas vueltas un muladar y al sepulturero, hundido en una de ellas, embriagado con el vino de consagrar que le robaba al párroco y con las colillas de cigarrillo fino, Kent, y, apurando por dejar el terreno como si no hubiera pasado por sobre él ni las pezuñas del diablo en muchos siglos.

-Buenos días Juan -le decía el sepulturero, limpiando una barra oxidada y una pala pequeña. -¿Trajo todas las ánimas? Hay que contarlas antes del amanecer porque de pronto se quedan deambulando por las calles, y se reía mientras se rascaba la cabeza. Cansado, a Juan no le molestaban las bromas y persistía hasta dar la última vuelta por el camposanto para irse. Adormilado y con la garganta seca no le respondía. Algo los articulaba: los muertos, uno los enterraba, y el otro salía a pasearlos cada año.

Juan llegaba estragado a su casa, cerca al Matadero, en la madrugada.  Allí encontraba a su mujer, la negra Teresa peinándose frente a un espejo de mano, sentada en una silla de fibras de hule, envuelta en una nube de humo de cigarrillo y escuchando música en un transistor.

-Cuidado trajo otra vez un maleficio -le decía desde su carácter lejano. -No deberías ser tan cabeciduro y cobrarle cesantías a la parroquia: veinte años son mucho para seguir en este oficio que no da cinco centavos y si te mantiene esa cara de muerto de hambre.

Juan, sin prestar atención, se tiraba a una cama desordenada e intentaba dormir. A veces despertaba sobresaltado por los lloriqueos de tres niños desnudos.
Juan Galeano   había reemplazado a Chimbito Cañas, el anterior animero, que vivía en Vallecito. Su oficio consistía en vender cerdos al Matadero municipal. Para su labor iba de casa en casa, y en algunas fincas, también se aprovisionaba de estos animales. Una vez, caminaba con diez cerdos desde la Cañada del Niño, detrás del cementerio, y en plena oscuridad de la mañana, vio tres sombras parapetadas en la esquina. Pensó, están esperando para robar y matarme. Le prometió a las ánimas que si no le pasaba nada les rezaría cada noviembre, mientras con un bordoncito de madera guiaba los animales. Se sintió acompañado por algunas personas; no eran tres ni cuatro; era una multitud que conversaba a sus oídos. Lo cierto es que los tipos lo dejaron pasar. Me jodí, se dijo, cuando pisaba las goteras del parque principal aun a oscuras.

Chimbito frecuentaba, con su guitarra, los bares de La Punta con mujeres alegres, para cantar algunos tangos y escuchar como declamaban el poeta José Dolores, el fotógrafo Jesús Cañas, Juvenal Escobar y el pianista Longas. Luego, terminó sembrando hortalizas en su parcela detrás del Morro de la Virgen. Pero fue más tarde cuando la zona había sido situada, en La Variante, lejos del Cristo, que el padre Arias había erigido. Cuando estrenaron la casa de Octavio Orlas, con cuatro pupilas traídas en auto expreso de Guayaquil, donde Chimbito, cansado de lidiar con las ánimas y con su guitarra, se emborrachaba con Juan a quien, en pago de su amistad, le regaló su oficio: la campanilla y una camándula italiana.

-Promesa es promesa -le dijo a Juan quien aún no recordaba que había aceptado reemplazar, y que para Juan su palabra de hombre era sagrada.  Como a Juan le gustaba más el trago y las mujeres que ninguna otra cosa en la vida, no escuchó los consejos de cómo tratar a las ánimas en ese mundo alucinado que deliraba como si se tratara de personas en carne y hueso, y no, la fantasía de sus rezos y el licor.

Juan no le prestaba atención a nada, menos al libro de pasta gruesa con cuentas que casi se deshacía con los dedos que este le entregó, y que contenía fórmulas secretas para cerrar el cuerpo a los asesinos y, además, imposibles filtros de amor. Cuando lo visitó en su finca, mientras Chimbito explicaba, y ordenaba a su sucesor, enseñándole trucos para lidiar con los espíritus e invocarlos antes de salir del camposanto, Juan fijo en las ventanas, no reparaba en las láminas con santos del cuarto de maleficios de su antecesor, como después lo llamaría.

-Ese tipo está loco -me contaría mucho después-. Su casa tenía puertas disimuladas en cada cuarto, en los pasillos; de tal manera que cuando entraba no sabía cuál de todas abrir, es decir, al abrirlas, no había una forma de salir sino una pared. Según, ese maestro, era para confundir a las ánimas si iban a buscarlo, algunas furiosas, porque no las dejaba dormir en paz. Pero lo único que lograba era quedarse a dormir en el piso del zaguán, al no encontrar la puerta verdadera.

Yo veía a Juan caminando solo, con un trapo rojo, un dulce abrigo, en el bolsillo trasero de su jean, una boina y su mirada de nervios, cuando subía a uno de los buses para lavarlo, para brillarlo, alrededor del parque, en la esquina de Rendón; pendiente de que las luces y los avisos y la pintura perduraran. Utilizaba una pomada que secaba rápido, y cuando calculaba el tiempo, comenzaba a quitar esa Simoniz que dejaba la imagen de los buses momentáneamente sin brillo, opacos. Juan era atlético. También lo veía cargar bultos pesados de café desde la madrugaba a las jaulas, o los camiones de escalera, cuando acompañaba a mi padre para las trilladoras de Medellín.

Muchas veces intenté hablar en voz alta de su otra ocupación en noviembre, pero pasaba de largo. Nunca me permitió una palabra o un gesto de aproximación para que me contara el porqué de su decisión de pasear seres fantásticos.
En esas noches de miedo, después de ver una película mexicana de vampiros, sin poder dormir, ubicaba mi idea del purgatorio como una especie de reloj de arena enorme donde quedaban suspendidas, en la parte estrecha, las almas que caían al infierno y que por las plegarias atendidas, se les revertiría su condena. Nunca pensé en cómo eran en sí las ánimas, pero ahora sé que el miedo era debido a que creía en ese aparato religioso de terror.
Juan, en días de fiesta, era otro, lejos de su oficio de lavador de carros o de bulteador, y de su faena de pasear las ánimas cada noviembre. En estos días no trabajaba. Aparecía bien trajeado, soberbio y serio hasta los primeros días de diciembre, ya envuelto en las fiestas de final de año. Era como si en este mes sombrío, lluvioso y lleno de niebla fuera una manera de lograr una promesa a su remordimiento.

Sí, lo veía montado en el auto de Gitano, el mecánico que pocas veces salía por el parque, porque su taller de carros destartalados era nada menos que cerca de la bomba de gasolina, junto a la calle de los prostíbulos, la Variante. Gitano calzaba en su cabeza una boina ladeada de color negro untada de grasa. Su mono de color caqui oscuro también permanecía manchado de aceite, así como sus manos, menos las llaves inglesas refulgentes y los destornilladores que llevaba en todos los bolsillos. Gitano cada año arreglaba la camioneta Ford oxidada del 49, le colocaba un motor prestado de los otros autos que reparaba, montaba en la parte trasera algunos bidones de gasolina con cadenetas de papel de colores, así como globos de fiesta, y un tocadiscos de pilas despidiendo música parrandera a todo volumen. Salía con Juan a hacer ruido y a celebrar, por todas las calles atiborradas de novenas y de villancicos, y a destemplar la tranquilidad de final de año y cantar, ambos borrachos, hasta que terminaban en la madrugada en la casa de Trina o de Octavio Orlas, que ya tenía su cabello blanco, enfundados en la guía del licor de las mujeres alegres, las putas llegadas de Medellín.

Entonces, ahí pasaba la actitud mística de Juan, él solo esperando cada año para no romper su promesa mientras los curas con su sotanas negras, como santos confortables dormían su sueño celestial en la casa cural. Me decía, Juan es más santo y más austero que cualquiera de ellos, Juan es una persona grande y sabia que reza durante esas noches multitud de padrenuestros.

Juan en un toque de sabiduría egipcia le daba una palmada al trasero de mármol del ángel que, con un dedo en los labios, pedía silencio sobre una tumba al lado derecho del camino empedrado. Además poseía unos nervios heráldicos y de hierro. Ya que no le temía a nada. Era obsesivo en ese mes de noviembre con su transitar por las noches hasta cuando el silencio de las horas le daba esa frescura de ser el monarca de esas calles solitarias. Sí, a las doce de la noche era extraño encontrarse con alguien, por temor a que alguna de las ánimas familiares entrara a sus casas. Una noche de noviembre, de ese noviembre esperado, observó una anciana que sin querer intentaba encontrarse con él: ella bajaba por la Calle de las brujas hacia el Cristo, cuando coincidieron. Ella tocó en la puerta de una casa de puertas que alguna vez fueron rojas, y cuando otra mujer le abrió, ella le pidió fuego para encender una vela, cuando la mujer le dio candela cayó en cuenta que la extraña le extendía un hueso largo y nos miró a los dos y se desmayó. Sentí que caía detrás de la puerta. Juro que al acercarme, en un parpadeo, desapareció. Sé que fue algo real, pero de una vez entré y acomodé a la mujer en su cama y proseguí mi camino nada menos que pidiendo padrenuestros como siempre los pediría a través de mi vida, porque esto se convierte en un vicio, en una necesidad de caminar durante las noches, de ir de calle en calle tocando una campanilla y pidiendo por la eternidad de cada uno de nosotros.

Esa semana tenía que estudiar para habilitar matemáticas. Había tenido todo el año para hacerlo, pero como somos obedientes a la pereza, terminé dejándolo para lo último. En pleno patio del colegio el rector, seguido por el aroma de tabaco holandés de su pipa, leyó quienes debíamos materias, y que de no presentarlas perderíamos el año; había que ganar a como diera lugar. Llegué a pensar que ese dato se había extraviado entre los folios y libros de la secretaría, como cuando uno en casa nunca encuentra algo, pero no, ahí está el rector leyendo en pleno patio quienes debemos materias. Y ahora sí aquí estamos en el tercer piso de casa, con Miguel, que está en tercero y debe ganar no solo matemáticas sino otras tres materias, y es que me veo, nos vemos a plenas once de la noche tomando tinto para aprovechar esta semana y nada que abríamos los cuadernos sino que hablamos del Medellín y de la Selección Barbosa y de que diciembre ya llegaba.

Aunque mis padres siempre insistían en lo del estudio como su mayor aporte, no creía en ello. Es más, me gustaba ser libre. Estar sentado en las bancas del parque con Miguel y Omar y Nevardo y Héctor, quedarnos toda una noche conversando sobre algún equipo de fútbol, sobre cine, y por supuesto, los chistes que no podían faltar; y además los chismes como una de las más bellas artes. Suficiente, les advertí sobre mis experiencias nada menos con el mundo del más allá, con la reunión secreta en casa de las Gamboa y otras mujeres mayores donde consultamos la tabla ouija. Luego de invocar cada uno a sus espíritus, y que la copa de aguardiente bocabajo flotara sobre el vidrio del cuadro, buscando el alfabeto y los números del uno al diez, y después el espíritu contestando que sí que sí o que no. Y todos tan satisfechos contando qué respuesta había obtenido y quedarnos boquiabiertos. Una de las Gamboa preguntó si se iba a casar con Gallego y el espíritu de su padre le dijo que no. La otra la Delgado preguntó si iba a dejar de beber su marido y le dijo que no. Ahí fue cuando cayó en cuenta que hacía muchos años permanecía colgado en la pared e interrumpimos la preguntadera porque el miedo nos sacó del orden de la consulta. Esa noche no dormí, sentía que los espíritus venían a preguntarme cualquier tontería. Y sé que la pasé rezando y rezando hasta que me perdí en la bruma de los sueños.

Entonces, a pesar de haber colocado sobre mi escritorio un vaso con agua para que las ánimas calmaran su sed, apareció el ventarrón de noviembre moviendo los cables, azotando los árboles, crujiendo las ventanas y soplando sus agüeros, porque ahí aparecía el animero con su plegaria.

Esa primera vez no quise mirarlo; se me antojaba que detrás iban las ánimas y que al mirarlas como él, si miraba atrás, yo también quedaría sobre el piso petrificado para siempre.

En esa noche, esas noches, todo era como una retahíla de presagios hasta cuando él cruzó el parque. Primero con su voz nítida y bella sobre la noche y la campana que él castañeteaba hasta que la voz, su voz, se convirtió en un hilo delgado y seco más allá de la Calle del hospital, más allá del Callejón y más allá de esta misma calle del Mutuo Auxilio siempre cerrado, lleno de ataúdes, y oloroso a humo de velas recién apagadas, a flores secas, a incienso desolado como si la muerte estuviera construida para que la presintiéramos en todo momento, desde todas las calles.

Esa noche, después de escuchar al animero, Miguel realizó algunos ejercicios de no sé qué materia, porque debía muchas, y además tampoco le entraban las matemáticas como a mí.

Sí, el recordó: la otra vez conversábamos en Taboga con algunos amigos, entre ellos Luis Eduardo el profesor, Cartucho y unas profesoras, y ellas insistían que en la Escuela de Niñas había un entierro y que no sé qué espantos. Sin contar con las maestras, ellos cuadraron el fin de semana para atisbar una lucecita que pasaba por el patio de la escuela y subía hasta el límite de la Escuela Urbana de Varones. Allí una vez la esperó el celador y al otro día lo encontraron clavado en el piso, decía don Luis, además las mujeres son muy gritonas y además tenemos que ir un número impar de personas, porque de lo contrario el espanto se esconde, y adiós entierro.



Pero bueno, al fin de semana vieron a don Luis subir con otro profesor, don César, y el teniente de la policía a las once de la noche hacia la escuela. A ellos se les adelantaron Cartucho y Julio que llevaron sábanas blancas y se entraron a la escuela por la parte trasera, cerca al Portón. Ya instalados esperaron a los buscadores de tesoros. Y en efecto, cuando entraron, ya Cartucho y su amigo esperaban resguardados en el baño de las mujeres. Cartucho se cubrió de pies a cabeza con una sábana blanca como los fantasmas de las películas, y Julio, también se atavió con otra sábana blanca y se agachó, colocando sus manos en la cintura de Cartucho, guiándolo hacia ellos, Parecían la figura mitológica de un centauro. Iban despacio cuando don Luis iluminó con su linterna temblorosa al fantasma de sábanas blancas, César comenzó a pedir en nombre de Dios, qué necesitaba para el descanso eterno y rezaba oraciones, mientras se santiguaba. Entonces el comandante de policía apuntó su carabina y gritó, ¡si no se te detiene disparo!, pero el espanto siguió caminando hacia ellos, abriendo las manos para intentar quitarse la sábana, pero Cartucho, empujado por Julio que no veía, ni escuchaba sino que lo seguía empujando. Como el espanto se venía encima de ellos y gesticulaba para que Julio se detuviera, ellos salieron corriendo hacia la calle, no sin antes, don Luis arrojarle la linterna al espanto, César la camándula, la media de aguardiente con agua bendita y el misal, y el policía ver que de miedo se le había atrancado la carabina.

-¡No vez que casi me matan!- dijo Cartucho limpiándose su pómulo con la sábana debido al linternazo y ¿dónde hubiera disparado el teniente? No, no sé nada, no escuché nada -dijo Julio, cuando se devolvían apurados y muertos de risa para subir la tapia que da hacia el Portón.

Y en esa noche que era pausa, que era como la libertad la pasamos conversando y Miguel que a todo le encuentra chistes y cosas de esas, y era la risa, sí, la risa menos el estudio.

El resto de la madrugaba fue mirar al parque con la siniestra y perversa manera de saber que si no ganábamos la materia de una vez a repetir el año y esa era la catástrofe. Pero mientras los rictus de la catástrofe venían, el sueño nos venció entre tintos y tintos y entre los cigarros que Miguel fumaba alardeando de estar en el tercer grado de bachillerato.

Por supuesto, a la otra noche también decidimos preparar el momento del estudio. Miguel llegó a casa con todos los cuadernos posibles, mientras yo preparaba el escritorio y colocaba a calentar en la estufa la cantidad de café más suficiente del mundo como si fuera para Balzac, que necesitaba tomarlo para no dormir, y así escribir para que su espíritu quedara tranquilo. Apenas necesitábamos ese resto de semana para repasar y retomar las anotaciones. Miguel, un poco pesimista, elaboraba cálculos de los temas que pondrían los profesores, con letra pequeña elaborada los pasteles para sacarlos en plena habilitación, pero al escondido, y yo, por supuesto, lo imitaba, pero no con esa letra suya tan elaborada. Él, un poco asustado, preveía que si perdía el año, la pela que le darían y de pronto lo enviaban a estudiar a la Normal de Caramanta y él no quería irse para ese pueblo tan lejos y de nombre extraño.

Miguel empezó a contar chistes porque para eso era el rey, y dele a reírnos en voz baja porque en casa todos dormían y era esa risa que perdura entre los ojos llorosos y la noche que persistía en este noviembre de responsabilidades. Los chistes verdes tienen su gracia por el doble sentido. Y la risa continuaba, así como casos cotidianos entre el tinto y los cigarrillos de Miguel, hasta que las campanadas nos volvían a recordar que debíamos retomar los cuadernos que tampoco habíamos abierto sino para escribir los pequeños pásteles o notas nemotécnicas.

Entonces, a Miguel se le habían acabado los cigarrillos que fumaba al escondido; nos decidimos ir al club a comprar un paquete para pasar la noche y seguir lo considerado nuestro estudio, la recuperación de las materias.

Con sigilo, para no despertar a nadie, salimos por la puerta de atrás, bajamos los tres pisos y pasamos el largo corredor. Al cerrar la reja de hierro nos sentimos libres. Soplaba un viento de silencio y cosas de esas que aparecen en esas soledades de fachadas cerradas cuando no se ve una sola persona en la calle. Cruzamos la plaza, dejando atrás la estatua gris del Libertador. No había nada ni nadie en algún lugar de la plaza, menos en la esquina de los Echavarría por lo cual seguimos hasta el club, pero el club también seguía cerrado lo mismo que el Pielroja y Tango bar. Pero sí había alguien en el Pielroja, cuyas puertas permanecían entreabiertas. Colorado se entre dormía detrás del mostrador mientras un par de borrachos intentaban jugar billar. Miguel se hizo a su paquete y a sus fósforos. Además el tiró un trago de aguardiente al piso en honor a las ánimas y era muerto de la risa. Yo no quería ir hasta la otra esquina en dirección al Cristo: tenía pavor de caminar por la Calle de las brujas.

Entonces fue que desde no sé qué dirección escuchamos el frágil campaneo, la voz grave del animero, y henos aquí en plena noche encerrados en nuestro pavor. Miguel dice, todo eso es mentiras ni por el putas uno regresa después de muerto, fresco no le hagas caso a eso y volvió a contar uno de los chistes de pastusos y fue el momentáneo olvido.

Esa era la noche de las calles: los signos de la muerte ahí tan presentes. La entrada triunfal del animero venía desde las calles desoladas antes del Cristo, más allá de la Cañada del niño; calles polvorientas llenas de pedruscos. Fue entonces que creí, creímos ver la figura sin sombra, mítica, como venida desde el otro mundo, como si en ese deambular por las calles vacías fuera posible que alguien le ayudara a superar sus tribulaciones, cuando no dejaba de ser un acto fallido, porque a esta hora, ni a ninguna hora no habría una alma solitaria que lo acompañara, sino una voz, solo la suya, o una persona interesada en verlo, salvo nosotros, que lo espiábamos, y que no creíamos en esas supercherías y que en nada le podríamos ayudar para lo que él pedía, ya que la voz del viento se llevaba sus plegarias inútiles.

Di, dimos un vistazo, pero detrás no venía absolutamente nadie. A lo mejor no estábamos preparados para detectar la presencia de las ánimas debido a su invisibilidad. Eso sí a cada paso que él daba corríamos unos veinte.

-San Agustín dice que en la punta de un alfiler caben todas las ánimas -dijo Miguel, y esas palabras me pusieron a pensar. No podía entender si en la punta de una aguja apenas cabría un grano de arena. Esas palabras aún resuenan en mí como una coartada; es más, como un.

Entornes fue que Miguel comenzó con otro chiste: la necesidad de inventar unas gafas para mirar espíritus y todo eso, y a las ánimas, que debían venir detrás del animero. Unas caminaban muy despacio debido a la edad, otras rápido porque tenían sueño, otras de mujeres que no querían que nadie las reconocería ancianas (no sabía si allá uno envejece o no) y además veía las más pequeñas, muy cofundadas de percibir las otras calles de un pueblo que ya era tan distinto de lo que ellos habían vivido. Como ver a la gitana sin saber que la calle del Cristo desapareció y nos daba una risa y era que ya íbamos a dos cuadras de la Calle de las brujas hacia el Camino real.

Habíamos dejado atrás la fachada con puertas de madera de color naranja de la casa del joyero y del relojero don Octavio Sossa con las guacamayas dormidas en el perchero, y era que la caminada del animero nos empujaba otras cuadras más allá, pero por más que le dijera a Miguel que pusiera cuidado porque yo no veía las ánimas, sino el paisaje desolado y triste, y un señor caminando hacia nosotros, sonando la campanilla y sus pasos que rasgan la mitad de la calle.-Échale ojo por si ves a mi papito con las muletas que de pronto me sorprende y me da unos fuetazos, pero yo no veía a nadie.
Caminamos hacia arriba, otra cuadra, cuando la figura del animero era pequeña detrás de la esquina de lo que fue el kínder. Y en esa esquina nos guarecemos lejos del repique de la campanilla y de sus plegarías.Y me sobrecogía como un miedo ante la venida de esas ánimas que ya se habían olvidado, pues nadie contaba porqué habían matado a Guillermo Sierra y lo arrojaron a la Pelton de la electrificadora. Y era que mientras la rueda giraba y había vuelto trizas su cuerpo, la luz iba y venía con sus tropiezos, parpadeando en todo el parque, en todas las casas. Y era una luz como roja, como teñida de su sangre, pues ellas, las ánimas, sabían todos los secretos del pasado y del futuro.
-Creo que vi algo muy raro -dijo Miguel con tono muy serio-. Creo que detrás del animero vienen todos los muertos del pueblo. Lo que ocurre, creo, es que uno solo ve los familiares.
Por más que mirara solo veía al tipo aproximarse a nosotros rezando sin importarle nada, seguido por el fiel y lúgubre tintineo de la campanilla.Nos fuimos a las gradas del atrio de la capilla. Él comenzó a inventar cábalas y presagios e historias de espantos, que ahí en la capilla salía un cura sin cabeza a dar su misa y todas esas cosas que son temibles a plena noche cuando la noche está alta y oscura. Y además que por aquí caminaba José María Córdoba, cuando salía de su casa, sin camisa y con los pantalones blancos de héroe como los vistos en los cuadros. Una vez que se enloqueció al caerse de un caballo por Yarumito, y que cuando el médico fue a examinarlo él le pedía mujeres y mujeres y no me aguataba de la risa por las cosas de Miguel, y además decía que por esta Calle del Medio bajaba la chusma desde el Camino Real.

Creo que con las ánimas también viene el general Córdoba porque como él vivió por aquí hay algo de él, creo que es el que va detrás del animero, mira, míralo.
Ya me estaba cabreando, pues no sospechaba que Miguel creyera en esas cosas, en los muertos. Él que era tan incrédulo y que con un brochazo de su risa ocultaba todo, desbarataba el proverbio más sublime. Hasta que fuimos por el granero Perro Blanco a tocar la puerta a don Jesús Ochoa que había recogido al loco místico del costal, y que no le pedía nada a nadie y que cuando se arrimaba a solicitar algo, a nadie miraba a los ojos como si uno lo fuera a hechizar. Eso sí fumaba y fumaba todo el día, a toda hora, siempre mirando al suelo Sí ahí dormía en ese granero de puertas rojas don Jesús y el místico de ojos hermosos. Entonces le decíamos: perro blanco, perro blanco, para despertarlo, y que saliera detrás de nosotros con una correa como en el día, pero no, ahora era la noche -y bien de noche-. Nos escondimos detrás del guayacán morado frente al asilo. Ahí esperamos que llegara el animero, que pasara, que fuera más allá del parque, dejando que su voz se perdiera hasta que la noche fuera un silencio, susurro del viento y cosas de esas que trae la desesperanza.

Entonces fue que vi a Miguel santiguarse y decir, espera un momento y se arrodilló, colocando su frente contra el árbol, y comenzó a rezar algunos padrenuestros. Yo no sabía la realidad de ese cambio hasta que él como adivinándome el pensamiento me dijo, se me acaba de ocurrir algo, si rezamos las ánimas nos ayudan a ganar el año. Lo aseveró con tal seriedad que no tuve más que creerle e iniciar su ceremonia. Y mientras él murmuraba las oraciones yo lo seguía ahí, sí, junto al guayacán mientras el animero pasaba casi junto a nosotros en su seriedad mística y nosotros rezábamos y rezábamos hasta que se perdió su plegaria mucho más allá de la Plaza de Abajo.

-Como les pedimos en el mismo instante que pasaba con ellas. Creo que nada puede ser más práctico -dijo Miguel. Así estudiamos lo justo, ellas nos iluminarán.

Con esta secreta metodología para ganar exámenes, ya de represo a casa, encontramos dos músicos borrachos con sus guitarras que subían por la Calle del comercio aquí en mitad de esa cuadra junto al almacén de doña Catalina y ni nos saludaron pero sé que uno de ellos era Tabares y el otro Peralta. Pues bien, bajamos al parque en completo silencio, apurados porque Miguel ya llevada sus cigarrillos y porque ya amanecía.

No abrí, ni abrimos ningún cuaderno de matemáticas, y las hojas para los ejercicios quedaron desparramadas con algunas anotaciones sobre el escritorio. En la mañana Miguel se había marchado. Me levanté tarde y madre apurándome para que me bañara, para que desayunara no sé en cuantos minutos y de una aquí estoy en el colegio, en la esquina de la Plaza de Arriba mirando el examen y mirando no sé qué porque no recuerdo nada.

Como su mujer se veía furiosa por que Juan no le daba un simple abrazo, mientras este dormía luego de caminar y caminar por el pueblo, recogió la campana debajo la cama y la guardó en una cartera de hule y salió a empeñarla.

-Necesito quinientos pesos.

El prendero, Humberto, reparó en el metal, pura aleación mala de bronce.

-Cien pesos le dijo y le extendió la boleta con la fecha de los intereses. Una campana no sirve para nada -señaló sin mirarla a los ojos.

Ya en la tarde lo agasajó con una buena cena y le dijo que amanecería donde su madre. Juan la vio salir con los tres hijos sonámbulos y dormitó otro buen rato, hasta que se sobresaltó a las once de la noche. Debía apurarse, preparó un tinto caliente para despistar el sueño, calzó sus botas negras de caucho. Cuando cayó en cuenta que en ningún lugar aparecía la campana. Hizo un recorrido por los lugares que había caminado en su propia casa. Sabía con certeza que siempre la colocaba en el suelo, ahí justo junto a la mesa de noche. Abrió cajones, abrió el escaparate y a pesar de desordenar los entrepaños y otros cajones no la encontró. Se vio desconcertado en veinte años no le había ocurrido ese descuido. Volvió a mirar los lugares donde había estado, fue al retrete, a la cocina pero no la encontró. Pensó ir al único lugar donde podían prestarle una, pero, no creía en los curas. Esa noche salió desconcertado, y caminó con el mismo empeño, pero sabía que el sonido de la campana, cencerro espiritual, era necesario. Esa noche muchos se desvelaron no podían concluir el sueño pensando que ocurriría una muerte. Lo sintieron caminar en completo silencio por ambos parques, por la Variante. Era como si pasara un ser fantasmal que no existía más que en el pavor de cada noche. Esa noche Juan se sintió como un ser fracasado.


No sé cómo aprobé esa materia y pasé al otro año, por qué no sé absolutamente nada de matemáticas, Estoy seguro que el profesor me ha ayudado y en casa piensan que me he esforzado mucho.

Desde el tercer piso de casa solo escucho la misma música que suena en la cantina de Pedro Luis: “Los sabanales” como preludio para diciembre. Entonces, esa música de acordeón y guacharacas suena y suena a toda hora en todo este mes hasta los primeros vientos de enero.

Miguel no ha vuelto. No sé qué le ha pasado porque siempre nos encontramos en una de las bancas alrededor del parque donde Bolívar se oxida con el tiempo y con la historia. A lo mejor nada de vacaciones, pero extrañábamos sus chistes y su manera de contarlos, y la explosión de la risa que comienza cuando los termina.

Miguel se dejó ver cualquier noche de finales de diciembre, apareció en una de las bancas, fumaba cigarrillo con filtro y estaba, alegre.

- ¿Cómo te fue? -preguntó.

-Pasé.
-No me ayudaron las ánimas -dijo y siguió aspirado el cigarrillo y mirando hacia la luz blanca del kiosco.

  
(Del libro, Cuentos del Parque de Barbosa de Víctor Bustamante)



























































































































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2 comentarios:

jorge argiro tobon olarte dijo...

El verdadero apodo y nombre del primer animero era "Chimboluis" Su nombre creo era Luis Cañas.

jorge argiro tobon olarte dijo...

El verdadero apodo y nombre del primer animero era "Chimboluis" Su nombre creo era Luis Cañas. De el se cuenta una cómica historia que relata el libro de Gabriel Morales Mesa "Voces de una tragedia" La avalancha mortal de Barbosa.